viernes, 20 de enero de 2012

Juan Baigorri Velar y la máquina de hacer llover

(Fuente: http://www.lagazeta.com.ar/)

Hijo de un militar que cultivaba una profunda amistad con el Gral. Julio Argentino Roca, cursó sus estudios en el Colegio Nacional Buenos Aires y luego se recibió de ingeniero. Como decidió realizar una especialización en petróleo, viajó a Italia para cursar Geofísica en la Universidad de Milán.
Durante su estadía en Italia diseño y construyó un aparato que medía el potencial eléctrico y las condiciones electromagnéticas de la tierra. Esto sería el principio de lo que hoy es casi una leyenda. Se trataba de una caja cúbica del tamaño de un aparato de TV actual (de los medianos) y con dos antenas que sobresalían misteriosamente. Pero aún no lo usaba para los fines que lo harían famoso.

En 1929 Baigorri Velar acepta un cargo que le fuera ofrecido por el director de YPF, el Gral. Enrique Mosconi. Por este motivo se instala definitivamente en Buenos Aires junto a su mujer e hijo.

Al principio van a vivir al barrio de Caballito pero el ingeniero advierte que la zona es demasiado húmeda para su gusto y el de sus delicados instrumentos. Un día recorre un amplio sector de la ciudad llevando con él uno de sus aparatos, y al pasar por la zona de Villa Luro, descubre que ese lugar es el más alto de la ciudad de acuerdo a la medición de su instrumento, y allí se muda luego de encontrar una casa adecuada en Ramón Falcón y Araujo.

Es en 1938 cuando el ingeniero Baigorri descubre que uno de sus aparatos, cargado con reactivos químicos y conectado a una batería, provoca lluvias en cualquier lugar donde se encuentre. A partir de ese momento comienza a realizar pruebas en los lugares más difíciles.


En la estancia "Los milagros", de Juan Balbi, provincia de Santiago del Estero, hacía 16 meses que no había precipitaciones. Baigorri conecta sus instrumentos y logra hacer llover.


También en Santiago del Estero es solicitado por el mismo gobernador de la provincia, el Dr. Pío Montenegro. Acude a una estancia del funcionario en donde no llovía desde hacía ya tres años. Tres días de trabajo y llueven 60 mm. en dos horas.

Nuevamente Santiago del Estero, para Navidad; llueve como nunca.
En Carhué hacía tres años que no llovía. Va Baigorri con sus aparatos y llueve tanto que desborda la laguna.
El ministro de Asuntos Técnicos de la provincia de San Juan lo llama en 1951 para probar suerte en una zona en la cual no caía agua desde hacía 8 años. Prueba y llueven 30 mm.

A pesar de todo esto hay una buena parte de la opinión pública que desconfía del método. Lo llaman "el mago de Villa Luro" y les cuesta creer que todo aquello sea posible.
El director del Servicio de Meteorología Nacional no perdía ocasión para hablar con tono entre burlón y despectivo de Baigorri Velar. Un día el diario "Crítica" anuncia, a modo de desafío, que el ingeniero hará llover entre el 2 y el 3 de enero de 1939. Baigorri acepta el reto y no sólo eso: con un rasgo de humor poco habitual en él, ya que se trataba de un hombre que tomaba todo muy seriamente, le envía un paraguas de regalo al hombre que se burlaba de sus métodos, el Director de Meteorología. Una tarjeta adunta decís: "Para que lo use el 2 de enero"

En efecto, llueve entre el 2 y el 3 de enero. Lo entrevistaron de varios diarios y revistas extranjeras. En la década del 40' un ingeniero norteamericano vino a verlo ofreciéndole mucho dinero por el invento y Baigorri contestó que:
-Soy argentino ... Y mi invento es para beneficiar a la Argentina.

Los ofrecimientos se sucedieron, pero la respuesta fue siempre la misma.
A pesar de todo esto, el manoseo popular de la idea y las feroces embestidas de funcionarios que no estaban de acuerdo, hicieron que Baigorri Velar decidiera retirarse, aunque continuó con esporádicas experiencias en los lugares en donde se lo solicitaba.
Tal vez no llovió en ciertos lugares a los que acudió el ingeniero con sus aparatos, pero es innegable que sí lo hizo en mucho otros donde hacía mucho tiempo que tal cosa no ocurría. El hecho es que todavía hoy se polemiza sobre el tema.

LLuvia en Colón que habría sido producida
por la máquina baigorriana, se nota la diferencia

jueves, 21 de abril de 2011

Reglamento y algunos antecedentes histórico de el juego de La Taba (fuente: Asociación Argentina de Taba www.asocardetaba.com.ar)


El propósito de GQTVA es justamente rescatar a aquellas instituciones en peligro de olvido y creemos que La Taba es una de ellas, a tal punto de que una amiga nuestra de notable extracción folclorica, no se acordaba lo que era.
Es por ello que decidimos crear este post, dedicado a Gime y a Eugenia que ya comenzaron a practicar en vistas de los próximos Juegos Olímpicos Londres 2012.

ANTECEDENTES HISTÓRICOS
El juego de la taba es practicado ya en la antigua Grecia como juego de azar, puesto que se jugaba con cuatro pequeñas tabas de carnero o cordero que se tiraba como nuestros dados modernos todos conjuntamente con la mano o cubilete. Las cuatro caras de los huesitos llamados astrágalos, permitían 35 combinaciones diferentes.
El primer antecedente que tenemos figura en la Ilíada de Homero, canto XI donde se cuenta que Patroclo, primo de Aquiles, había huido a su lado después de matar a Clitónimo, hijo de Anfidamante, en una pelea durante una partida de tabas ( astragalo). El Término en plural confirma que en la antigüedad clásica, lo mismo que en la España de hoy día, se jugaba a las tabas pero no a la taba-en singular- como se juega en América.

LA CANCHA, EL TIRO Y LAS REGLAS
Se requiere un terreno limpio donde ubicar la cancha, que está compuesta por dos campos separados uno de otro por una distancia de siete pasos o seis metros como mínimo. El espacio entre los dos campos se denomina «adentro» que está delimitada por dos líneas o rayas a las que a veces se les pone un alambre por arriba para determinar mejor si el tiro fue adentro o no. En cada campo, además de regarse y apisonarse, suele marcarse un «queso» que es un espacio circular de tierra bien humedecida que permita al tabero de baquía realizar la «clavada» que consiste en hacer que la taba caiga en el campo contrario y quede firmemente adherida al suelo merced al hacha o filo y con la suerte para arriba.

La clavada perfecta se denomina Luis XV. Si la taba en la clavada queda muy parada se debe verificar con un billete o papel que la punta de la suerte se encuentre despegada del suelo. Caso contrario, se transforma en «treinta y una» o «pinina» figura que carece de valor- no se gana ni se pierde-, salvo que de antemano se estipule lo contrario.

Existen sólo dos formas correctas de tomar la taba ya sea con la suerte hacia arriba y la punta hacia delante, lo que permite la clavada de «dos vueltas» o con el culo hacia arriba y el talón hacia delante, lo que posibilita el tiro de «vuelta y media». La taba se tira girando hacia adentro como las agujas del reloj. Existe, además de estos dos tiros de destreza o habilidad, el tiro de «roldana»que consiste en enviar la taba dando sucesivas vueltas en el aire; este es el tiro más común, y ya no supone destreza sino sólo suerte. Y en general, hace que la taba «galope» en el campo contrario antes de detenerse.

Para tirar la taba el tirador se ubica detrás de una de las rayas, toma el hueso con la palma abierta hacia el cielo y apoya suavemente el pulgar en la parte superior para darle el equilibrio correcto al arrojarla, evitando que «baile» cuando la arroja. Mide a ojo la distancia, dobla el brazo de modo que la mano llegue a la altura del hombro, inclina un poco el cuerpo y elevando el brazo lanza la taba.

En cuanto a las reglas las fundamentales son : se juega en una cancha de siete pasos entre campo y campo. Con una sola taba todos los jugadores. No se debe pisar la raya ni cambiar de campo. Si cae adentro es mala, es decir no hay juego. La suerte gana el culo pierde. Si cae de costado, sea hoyo o tripa es mala. Los jugadores pueden jugar a su mano o a la de los otros, sea al tiro o a la espera. Las apuestas se realizan en el centro de la cancha. El jugador que recién entra y es sacado sin haber podido ejecutar ningún lance tiene «opción de tiro», si la pide.

REGLAMENTO DEL JUEGO DE TABA
1
. Se juega en una cancha de seis metros como mínimo entre campo y campo y con una sola taba que los jugadores eligen por mayoría antes de empezar el juego.
2. Se juegan dos tiempos de 30 minutos debiendo el árbitro anunciar la finalización del juego diciendo: "últimas tres manos".
3. El jugador que lanza la taba tiene que hacerlo desde los límites de su campo y no puede "pisar la línea" ni cambiar de campo. Si la taba cae en el "adentro de la cancha" es mala o taba(o gana ni pierde, sigue el juego).
4. Las clavadas de difícil resolución las determina el árbitro siendo su decisión inapelable. La treinta y una o pinina es considerada mala.
5. Los jugadores pueden jugar a su mano o a la de los otros, tanto al tiro como a la espera, realizando sus apuestas en forma evidente en el centro de la cancha.
6. El jugador que recién entra y es sacado sin haber podido ejecutar ningún tiro tiene "opción" de tiro.
7. Los dos o tres jugadores de cada partida que sumen mayor cantidad de fichas pasan automáticamente a la ronda siguiente y así hasta llegar a la final.
8. El premio destreza lo obtendrá aquel jugador que sume mayor cantidad de clavadas.
9. El único órgano de aplicación del presente reglamento son los árbitros designados directamente por la Asociación Argentina de Taba.


lunes, 4 de abril de 2011

Apuntes de Osvaldo Aguirre



Como ya lo hizo su homónima Cecilia Aguirre en su prestigioso blog, publicamos el interesante blog de el poeta Osvaldo Aguirre que transcurrió su infancia en la ciudad de Colón.


Su prosa es una postal de lo que fue la ciudad a fines de los 70 y prinicpios de los 80, como para bajar imprimir y leer.


http://www.apuntesdeosvaldoaguirre.blogspot.com/

miércoles, 20 de octubre de 2010

Un artista del hambre (Franz Kafka)


En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.

El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.

Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.

-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.

-Y la admiramos -repúsole el inspector.

-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.

-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?

-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.

-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

viernes, 24 de septiembre de 2010

LFDLS Cumplió 60 ediciones

El renombrado espacio de los lunes cumplió 60 ediciones y lo festejó a lo grande con una prducción especial en agradecimiento a los que siguen toda las semanas las distintas publicaciones y agradeció al blog que colabora aportando material. Felicitaciones LFDLS!!!

domingo, 15 de agosto de 2010

Interesante nota sobre El Pibe Cabeza y su paso por Colón.





Reproducimos la nota que fue publicada en el desaparecido Bisemanario El Pueblo de la ciudad de Colón el día viernes 3 de marzo de 1995, sobre el famoso delincuente conocido a través de la historia como “El Pibe Cabeza” y que nació en Colón y según esta fuente estaría sepultado en el cementerio local. Escrito con el estilo muy particular de El Pueblo y por ahí con muchas imprecisiones es sin embargo un documento de importante valor histórico, por los lugares que menciona, muchos de los cuales no han cambiado demasiado. Acá le transcribimos la nota completa tal cual fue publicada y con algunas notas de GQTVA con la única intención de ilustrar sobre algunos datos que a los jóvenes o los que no son de la ciudad se les pueden escapar.

Historia del tristemente célebre colonense, “El Pibe Cabeza”, convertido en enemigo público Nº 1

Si se busca el prontuario número 2698 de la sección Robos y Hurtos de la Policía Federal, al leerlo, uno se puede enterar que el “Pibe Cabeza” se llamaba Roberto Gordillo, aunque en ocasiones usaba los alias de “Rogelio” o “Juan Romano”. Sus padres eran Segundo Gordillo y Gregoria Lagarda, su profesión fue peluquero y nació en Colón Bs. As. un 9 de junio de 1910.
En su frondoso historial delictivo se encuentra entre otras cosas, lesiones, rapto, violación, asalto y robo a mano armada.
Era un joven delgado, morocho y “pintón” para las mujeres; desde un pacífico pueblo de provincia, como es nuestra ciudad, se convirtió en el enemigo público Nº1, buscado tenazmente por la policía de varias provincias.
El Pibe Cabeza al morir tenía 26 años. El 9 de febrero de 1937, mientras se festejaba en el barrio de Mataderos el tradicional carnaval, una patrulla policial le daba muerte en la esquina de Guardia Nacional y Juan Bautista Alberdi, en el corazón de la Capital Federal. Moría uno de los delincuentes más famoso y buscado de esos años.
Luego de su desaparición física, su madre Gregoria, muy dolorida, señaló que Roberto –su hijo- empezó a delinquir por resentimiento. Explicó que la bronca fue acumulándose, porque su padre, un conocido caudillo del Partido Socialista en aquella época en nuestra región fue duramente golpeado varias veces, por sus enemigos ideológicos y autoridades policiales. Eran años difíciles para reclamar por justicia social. Esta situación marcó a Gordillo para toda la vida y le habría forjado una personalidad contestataria y violenta.
Su fama, por su novelesca vida, llegó a tal extremo, que en 1975 se realizó el rodaje de una película dirigida por Leopoldo Torres Nilsson, titulada “Pibe Cabeza”, el rol del delincuente fue interpretado por Alfredo Alcón.

Su vida en Colón
Luego de varias entrevistas con testigos que vivieron en esa época y que conocieron al Pibe Cabeza, pudimos determinar que pudo ser de uno o dos años el período en que habría puesto un paréntesis en sus correrías delictivas, viviendo en nuestra ciudad. Ese período correspondería a los años 1933 y parte de 1934.
En nuestra ciudad, habría tenido domicilio en la esquina de 44 y 14. Por aquella época era un ranchito bajo, con un techo de paja y en un barrio, (ahora Centenario) en aquel entonces deshabitado. (Nota de GQTVA: es muy probable que sea la esquina donde actualmente funciona un lavadero de autos, hasta principios de los ’90 existía el antiguo rancho).
Otro posible lugar de residencia habría sido en la intersección de 45 y 19. En esa esquina había una “tachería” que pertenecía a Don Juan Di Santi; nuestros informantes dicen que en su fondo, tenía una pequeña pieza ocupada por el famoso delincuente, que estaba en nuestra ciudad sin que nadie supiera de su frondoso prontuario. (Nota de GQTVA: se le llamaba “tachería” a un lugar donde arreglaban ollas y afines, deriva de tacho).
Puede que haya habitado en los dos lugares, primero en el de la calle 44, luego con trabajo fijo y un sueldo seguro, se mudó a la pieza de calle 45, mejor ubicada y más cómoda.
Durante ese tiempo trabajó en una peluquería (que ya no existe). En el presente estaría ubicada frente al Centro de Jubilados y Pensionados. (Nota de GQTVA: tiene que ser al lado de la casa de Patricia Presutti, prestigiosa fotógrafa colonense). Su dueño, de apellido Lacaba –un hombre al que le gustaba recitar poesías y tocar la guitarra criolla- necesitaba un ayudante para su negocio y puso un aviso en el diario.
Se presentó un muchacho flaco y con traje azul, como le gustaba vestir al Pibe Cabeza. Para los habitantes de este barrio, llamaba la atención su prolijidad y buen gusto. Se peinaba a la gomina; era el clásico petitero. El peluquero Lacaba lo contrató como oficial en su negocio.(Nota de GQTVA: una persona esforzadamente prolija, hay un anacronismo en esta definición, quizás de la redacción del prestigioso bisemanario, ya que petiteros se los denominarían años después a los jóvenes de esas características pero no en el ’30).

La veta romántica
Siempre se lo veía a Gordillo barriendo la vereda o el local donde funcionaba la peluquería. Afable y conversador se ganaba la confianza de los parroquianos; además le gustaba jugar con los niños de la cuadra.
En el presente, son varias las personas que recuerdan su paso hacia el trabajo y algunas caricias en las cabecitas que les hacía el que sería un temible delincuente, previo regalo de algún caramelo.
En el tiempo en que Gordillo vivió en nuestra ciudad, se puso de novio. Era un hombre pintón y entrador. La novia pertenecía a una familia adinerada. Las normas rígidas de aquellos años con respecto a las clases sociales, hicieron que los progenitores se negaran al idilio. La chica, de fuerte carácter, se impuso finalmente. El noviazgo duró hasta que el Pibe Cabeza desapareció misteriosamente.
Hoy la mujer tiene casi noventa años y reside en un geriátrico de nuestra ciudad. Por obvias razones su nombre quedará en reserva.
Muchos de los consultados señalan que Gordillo era un hombre bueno y como se estilaba en aquella década, parte del producto de sus delitos era destinados a ayudar a los pobres.

Mecánico propio
Por aquellos años, existía un taller mecánico cerca del boulevard 17, en lo que es ahora el Barrio Belgrano. El propietario de ese lugar se encargó de mantener en óptimas condiciones mecánicas el vehículo del Pibe durante mucho tiempo.
En esta parte de la historia está claro que el Pibe Cabeza una vez que desapareció regresaba de incógnito a Colón, luego de algún hecho delictivo. Esto podría ubicarse en los años 1935-36. Ya no era como poco tiempo antes, que vivió en nuestra localidad durante dos años, de manera ininterrumpida y “pacíficamente”.
Años después, y dos días antes de que el mecánico falleciera de un síncope en la calle, en lo que es en el presente la 48 (Nota de GQTVA: es probable que haga referencia al Bar Avelino por ese entonces estaba en 48 entre 19 y 20 donde actualmente está la heladería Caro), confesó su actividad en el engranaje delictivo, a una mujer que todavía recuerda con temor ese diálogo.
También otro testigo señaló que Gordillo, en esos días de frenesí delictivo, alquilaba una quinta en el actual Barrio Rivadavia. En ese lugar siempre había dos parvas de pasto. El motivo era sencillo, escondía debajo de ellas los autos utilizados para sus correrías.
En cambio, la casa –por ser un lugar solitario- era utilizada por él y sus secuaces. La quinta era usada hasta que se calmaran las aguas y la persecución policial, luego de cada asalto.

Desaparición sin rastros
Un día, este “oficial de peluquero” desapareció sin dejar rastros. Luego cobraría notoriedad. En uno de sus asaltos en la provincia de La Pampa, la policía cayó sobre él. Se efectuó un fuerte tiroteo y toda la banda fue perseguida. Los bandidos se replegaron a la ciudad de Junín. En esos días, dos familias de miembros activos de la banda –cansadas de vivir perseguidas- se instalaron en Colón, donde comenzarían una nueva vida. Nuestros informantes expresaron que jamás incurrieron en nuevos actos delictivos y por el contrario, fueron gente honesta y “de trabajo”.

En nuestro cementerio
La tradición oral es una fuente importante para rearmar la historia. Nuestro cronista se entrevistó con una dama octogenaria que conoció bien al “Pibe Cabeza”.
Según su testimonio, el cuerpo del delincuente fue sepultado en total anonimato en el cementerio local. Señaló que el operativo se realizó en horas de la madrugada, para que nadie se enterara. El cadáver fue depositado en un nicho.
Esta mujer, que por motivos obvios no identificaremos, señaló: “el lugar donde se encuentra es a unos diez metros a la derecha de la gran cruz”. También aseguró que “hasta no hace mucho tiempo, unos 6 o 7 años, para el 9 de junio –día del nacimiento de Gordillo- o para el 9 de febrero –aniversario de su fallecimiento- depositaban algunos ramos de flores en ese lugar”. (La producción de GQTVA fue hasta el lugar pero no lo encontró).
Existen indicios ciertos de que el cuerpo fue enterrado el 1º de marzo de 1937, bajo otro nombre, que no revelaremos. Al ir a corroborar algunos datos, el cronista de este medio se encontró con que en el nicho donde estarían los restos de “El Pibe Cabeza”, habían depositado un ramo de flores. Hacía sólo unos días que se había cumplido un nuevo aniversario de su muerte.
Quién pudo haber llegado al cementerio local, pasado el medio siglo de la muerte de Gordillo, para tributarle ese íntimo homenaje.


Un hijo o hija
Un delator de su propia banda, de apellido Ritandale, dio las pistas a la policía para que tendiera un cerco en torno de “El Pibe” y su lugarteniente “El vivo” Caprioli.
El 9 de febrero de 1937, una comisión policial integrada por H. Fassio, D. Russo, C. Morales, y C. Antequera , mantuvo un enfrentamiento en el barrio de Mataderos con ambos malhechores. El tiroteo fue intenso.
El “Pibe Cabeza” se parapetó detrás de un árbol y respondió el fuego cruzado. Recibió un balazo, que le ingresó por la axila derecha y que provocó su muerte instantáneamente. Murió abrazado al árbol.
En ese momento Gordillo estaba casado con Ester Romano, de 19 años de edad. La joven estaba embarazada.
Hoy, de vivir el hijo del Pibe Cabeza tendría 57 años de edad. Su identidad se pierde en los laberintos del tiempo.
Aunque en el presente muchos señalan que vive en una ciudad cercana a Colón, que podría ser Venado Tuerto, esa es una historia que merece otro capítulo.

Principales delitos
-En General Pico, La Pampa se enamora de una joven. La familia al igual que en Colón, se opone al romance. Gordillo rapta a la novia; en su huida hiere a la madre de su novia, con un balazo derecho. Lo capturan y procesan, cumple 8 meses de cárcel en Santa Rosa, provincia de La Pampa.
-En la estadía en la cárcel se relaciona con Federico Cherrubio, alias “La Chancha”, un miembro activo del hampa.
-En Rosario, lugar donde se traslada se hace “cafisho” prostituyendo a algunas damas; “datero” en el hipódromo además de “descuidista y punguista”, aprovechando la concentración de personas.
-Entra a la banda de Antonio Moreno, compuesta por el “Negro” Motta, “el nene” Oscar Martínez y Antonio Caprioli, alias “El vivo”.
-Asaltan a un comerciante de aceites en Rosario, llevándose $6000.
-Asaltan la tesorería de la facultad de Medicina; la administración de Mataderos Municipales y la compañía de tabacos Nobleza Piccardo, además de otros hechos delictivos de iguales características en Santa Fe, Buenos Aires y Rosario.
El 27 de octubre de 1936, asaltan la joyería de Antonio Guglielmi, en la calle Maipú 1135 de la ciudad de Rosario; se llevan $60.000 en alhajas, una barra de oro y $1500 en efectivo.
-La banda mata al cabo de policía Santiago Contreras en un camino rural entre Rosario y Colón. Las fuerzas del orden nunca se lo perdonarían y redoblarían los esfuerzos para capturar a toda la banda, que ya capitaneaba el “Pibe Cabeza”. Fue el comienzo del fin para el delincuente.